Nunca he sentido tanto miedo como el día que zozobré en Formentera. Mis hijas de dos y ocho años en el agua. Mi mujer i yo intentando mantenerlas a flote para llegar a la playa.
Por aquel entonces ya era un navegante experto. Navegaba desde joven y había sufrido muchos percances náuticos: había roto un par de mástiles, había abierto vías de agua, hasta había sufrido un incendio a bordo, etc. Todos estos avatares que os relato los había afrontado con tripulaciones expertas. No quiero con esto relativizar la gravedad de los accidentes, pero no es lo mismo padecerlos con una tripulación bien entrenada y experta que con tu familia o con personas que no navegan habitualmente.
Zozobré con mi familia por un exceso de confianza. Por no tomar todas las medidas y precauciones pertinentes que requiere cualquier salida náutica por costera, familiar o festiva que pueda resultar. Por suerte todo quedó en un buen susto. Pasé muchas noches con pesadillas y aún ahora, de vez en cuando, tengo algún mal sueño que otro.
Aquel día decidí que me dedicaría a enseñar náutica. Me dedicaría a formar a navegantes. Intentaría enseñar qué comporta hacerse a la mar. Desde entonces han pasado más de veinte años y he tenido centenares de alumnos. Algunos de ellos han circunnavegado el globo, otros han cruzado el atlántico varias veces y otros incluso han seguido carreras profesionales y estoy seguro que han tenido y seguirán teniendo percances en la mar, pero también estoy seguro que ellos serán los que formarán a sus tripulaciones en seguridad marítima y en navegación meteorológica.